Buenaventura. San
      [945](1217-1274

 
   
 

 

   Es el teólogo cristiano del amor y de la fe, el de la dulzura franciscana. Es el refundador de la Orden de los francisca­nos a la que imprimió normas directivas que hicieran posible su gobierno, pues se había extendido ya grandemente.
   La belleza y delicadeza de sus escri­tos le hicieron famoso ya en tiempos anti­guos y le mereció el título de "Doctor Seráfico" o angelical.

 

  1. Vida

   Su nombre es Juan de Fidanza. Nació en Bagnoregio (cerca de Viterbo, Italia). La tradición le relaciona en la infancia con S. Francisco, quien le curó de una enferme­dad y le llamó Buenaventura.
   Acudió a la Universidad de París en 1235, donde estudió bajo las enseñan­zas de Alejandro de Hales. Ingresó en la orden franciscana en 1243 ó 1245 y adoptó el nombre de Buenaventura ya preseñalado. Profundizó en sus estudios hasta convertirse en Maestro de Teología en 1254.
   Hizo público entonces un comentario sobre las Escrituras, el "Breviloquium"; y, al igual que su coetáneo Tomás de Aquino, trabajó para integrar la visión aristotélica en la tradición de San Agustín. Pero así como Tomás se inclinó hacia el racionalismo de Aristóteles, Buenaventura se mantuvo más fiel al intuicionismo agusti­niano.

   Aceptó gran parte de la filosofía científica de Aristóteles, y se opuso a su metafísica por insuficiente, al entender que para el teólogo lo importante es la fe y no necesita la razón para explicar la verdad religiosa.

   2. Pensamiento

   S. Buenaventura piensa que basta la iluminación divina de la mente humana (del alma) para discernir el error. En esto se separó también de Sto. Tomás, a quien conoció en la Universidad de París sin especial relación, aunque la tradición les declara amigos entrañables y cerca­nos sin fundamento alguno.
   En 1259 publicó su mejor obra: "Itinerario de la mente hacia Dios" y algunos breves tratados místicos que reflejaban su preocupación por las almas.
   Ya para ese momento había abando­nado la Universidad, al haber sido elegido en 1257 Maestro General de los franciscanos, puesto al que fue acreedor por su fama, sus estudios y su buen juicio de todos conocido.
   Eran tiempos malos para los seguido­res de Francisco, por las disensiones y mutuas incomprensiones en cuestiones relacionadas con la pobreza. Consiguió superar dicha división en la Orden y por ello se le considera como el segundo fundador de los franciscanos, a los que dio normas y estructuras definitivas.
   Escribió hacia 1263 una "Vida de San Francisco de Asís", y se dedicó a viajar y a promover el estilo de vida franciscano y organizar a los Hermanos Menores, siendo mirado por ellos como su Segun­do Fundador.
   El Papa Gregorio X (1271 a 1276) le nombró cardenal y arzobispo de Albano en Mayo de 1273. Colaboró en los pre­parativos del Concilio de Lyon. Pero no pudo ver los resultados de sus gestiones en favor de la unidad con la Iglesia de Oriente, pues murió el 15 de Julio de 1274 en Lyon, en pleno Concilio.
   El Papa Sixto IV canonizó a Buenaventura en 1482 y en 1588 el Papa Sixto V le nombró Doctor de la Iglesia.
   San Buenaventura, tanto en sus obras escritas como en sus actividades pastorales, dio una importancia decisiva a la predicación y a las devociones sencillas. Encauzó los sentimientos puros de S. Francisco, para que los Hermanos Menores los asumieran como cauce de acción misionera.
   A él se debe, dentro del espíritu franciscano, el amor a la predicación, la conciencia de servicio, el afán por poner la cultura como base de la Palabra predicada y la certeza de que sólo con la per­fección personal se puede hacer bien en las almas con las que cada predicador se relaciona.
   Por ello, es un modelo de la cateque­sis de línea franciscana: sencilla, trans­parente, abierta a contactos afectuosos entre personas y, sobre todo, centrada en la persona de Cristo como ideal de sus seguidores.
   La doctrina espiritual de S. Buenaventura es la esencia del franciscanismo. Su base es puramente evangélica y su dis­tintivo primordial es el cristocentrismo, lo que la hace sólida y la ha permitido re­montar los siglos de forma incombustible hasta nuestros días.

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